A pesar de que algunos nos avisaron de que nuestro modelo político y social se agotaba, parece que cada uno de los nuevos acontecimientos que apuntalan el dictamen nos sorprende como si fuera un terremoto imprevisto de esos que tenemos últimamente por donde yo vivo.

Tampoco vamos a ser ingenuos. En el fondo, todas las personas con mínima lucidez se han convencido de que los cambios desembocarán tarde o temprano en una crisis del sistema, de esas que la humanidad padece cada dos o tres siglos, o incluso ahora con mayor frecuencia. La velocidad se impone en todos los ámbitos.

Lo sabemos, pero no podemos o no queremos asumirlo. Hay quien aspira a seguir en el espejismo de la relativa prosperidad material de la vida low cost, aunque de ella solo se beneficie una cuarta parte de planeta.
Luego, tenemos a los tecno-optimistas, que piensan que los problemas se resolverán a golpe de algoritmo mientras se recrean en su artificiosa felicidad con retratos compulsivos en Instagram o cualquier red social tan omnipresente como fútil.

Claro que peores son esos apocalípticos que conspiran para poner patas arriba nuestra vida con desatada violencia, al amparo de dudosas creencias y falsas promesas de un paraíso que no llegará nunca.

Y, aunque nos parece de película, tampoco faltan aquellos que abogan por la salida de la Tierra hacia otros planetas para escapar de una destrucción total cada vez más cercana. Y no solo son los fanáticos de la ciencia ficción.

En cualquiera de los casos, el escapismo resulta comprensible. Después de milenios y civilizaciones, seguimos sin resolver los problemas fundamentales de las personas, que pese a lo que nos digan, no se orientan a las grandes empresas sino a las cosas pequeñas. Lo saben bien las mujeres, quienes no han conseguido enderezar aún un mundo tan feo concebido y gobernado por hombres que solo han sabido llevarnos por el sendero de la ambición, la avaricia y la violencia.

El ciclo se agota. Los avances indudables de nuestra civilización hacen aguas por los vicios de siempre. Una gran sociedad irritada no soporta más el artificio de una democracia participativa cuyas sombras son ya mucho más alargadas que la luz que hace dos siglos parecía señalar el final del túnel.

Las viejas oligarquías de sangre y representación divina han sido sustituidas por una plutocracia desvergonzada que no duda en hacer alarde constante de su riqueza y que ha conseguido llevarnos a una nueva religión en el que el hedonismo material constituye la meta de todas nuestras vidas.

Abundan los hartos, desanimados al descubrir que nada se podrá cambiar sin una transformación radical, que de nuevo traerá la guerra y el conflicto. Sin embargo, es un escenario que la mayoría no desea.

Por eso es comprensible que tantas personas se acostumbren a mirar a otro lado, a seguir contemporizando con las dinastías de políticos profesionales entre las que se infiltran tantos arribistas. Asumen con resignación el mal menor en la creencia de que la revolución solo traerá aún más dolor y más miseria.

Pero no todos piensan igual, y razones no les faltan. Los que han perdido lo poco que tenían, los que se convencen de que no habrá mejor futuro, sobre todo para sus hijos, y quienes cuentan con el conocimiento y la formación suficiente como para no soportar la farsa, aunque formar parte de la revolución les suponga un elevado coste personal. Un alto porcentaje de la sociedad mundial que hoy puede organizarse con facilidad y penetrar fácilmente en el entramado del voto.

Nos aterramos de su ira. Tememos su extremismo y su deseo de venganza, que por desgracia se está manifestando ya con una asiduidad preocupante.

Perplejos, no sabemos cómo responder a la amenaza. Hace tiempo que dejamos de percibir los vientos de guerra que obligaban a una inquietante vigilia durante toda la vida. Ahora nos comportamos como conejos de granja que una mañana se despiertan en el bosque y, sin saberlo, comienzan a vivir una verdadera pesadilla.

Dentro de la lógica reformista que ha guiado los mejores años de nuestra era, lo deseable sería una transformación desde dentro. Una renovación de las formas de participación política que ayudara a sanear el sistema y apuntalar los incuestionables beneficios de la democracia occidental en cuanto a derechos humanos y libertades, reconocimiento de la igualdad, servicios públicos y cierta redistribución de la riqueza.

Pero me pregunto si es imposible que la sensatez forme alguna vez parte del núcleo de la política.