Resulta ya demasiado obvio decir que vivimos rodeados de pantallas. Casi invertimos más tiempo en ellas, en la curiosidad sobre las vidas de otros, en nuestra propia vida proyectada y a menudo falseada, que en el contacto convencional con los demás (Aunque habrá un momento en que se revise qué es lo más convencional).

Siempre se ha dicho que tras el cristal hay poca autenticidad, pero como la pantalla se ha convertido en el vehículo de nuestra conducta social, a lo mejor hay que revisar el lugar común. No sabes si conoces mejor a alguien en persona, o a través del artefacto de formidable resolución. La imagen que proyecta se convierte en su señal más definida para la mayoría de los otros.

Con ello, el yo está mucho más oculto que antes. A los laberintos donde  cada uno esconde su conciencia se añade el artificio tecnológico, que crea un espacio para la experimentación con la identidad que antes solo era posible para unos pocos privilegiados en el arte de la imagen.

Ahora cualquiera puede editar su personalidad en tiempo real. O al menos intentarlo, porque siempre habrá algún servicio de public watch que te recuerde lo que dijiste que eras en un momento dado. Nos justificaremos diciendo que la identidad es un ser vivo que necesariamente evoluciona y cambia con el tiempo. ¿Y por qué solo una identidad cuando se pueden tejer muchas?

Al final, tendremos que hablar de identidad múltiple como una psicopatología cotidiana, tan llevadera como la pseudodepresión de un ejemplar de clase media, acogotado entre hijos, pareja, jefes o impuestos.

Y además, el entorno te empuja a ello. Entre los ejercicios que propone un incipiente Master en Comunicación Corporativa e Institucional está el de ayudar a los alumnos a gestionar su marca personal. Uno casi piensa que es el mayor activo que les va a dejar el curso, aprender a proyectar una imagen tan atractiva de sí mismos que los empleadores se maten por contratarlos.

Al fin y al cabo, es lo que hacen muchos de los que han triunfado últimamente. Han lanzado al mundo un icono tan irresistible que tapa con maestría su profunda levedad.

Y es que ahora no importa tanto que el héroe sea un mediocre. La clave está en que sepa mantener su nivel de seguidores. De forma aún mucho más descarnada que en la antigua televisión, la medida de tu valía la establece la audiencia. Del ‘ser o no ser’ al ‘ser seguido o ser ignorado’.

Aunque seas una eminencia, si tu personalidad pasa de largo de las pantallas, serás considerado un simple perdedor.