Muchas veces las anécdotas se atribuyen a personas equivocadas, pero para lo que viene al caso, bien me sirve utilizar esta versión que creo haber leído u oído hace unos años. Cuentan que en una ocasión se hablaba en los círculos diplomáticos norteamericanos de la dudosa catadura moral del General Noriega, el militar a sueldo de la CIA que manejó Panamá durante los años ochenta.

Para zanjar la discusión, quienes le defendían proporcionaron un argumento que después se ha esgrimido mucho como excusa para justificar las prácticas más subterráneas de las relaciones internacionales: «Sí, el General Noriega puede ser un hijo de puta; pero es nuestro hijo de puta».

Desde luego que la práctica, «la diplomacia del hijoputa», no es nueva, ni mucho menos. Probablemente será de las más antiguas en las componendas entre territorios soberanos.

Sin embargo, siempre deleznable, hoy más que nunca casa poco con el Estado de Derecho democrático que articula a numerosas naciones amigas de este tipo de política exterior de cloaca. Tampoco parece edificante en un mundo que desde 1945 trata de dotarse de un marco de convivencia amparado en los derechos y libertades fundamentales.

Pero ya no solo es que nos produzca sonrojo o vergüenza, o incluso una rabia profunda como personas de bien cuando vemos las atrocidades que se cometen en algunos de los países regidos por tiranos y amparados por esta suerte de patente de corso, como la próxima ejecución de unos jóvenes saudíes por delitos políticos.

Lo peor de todo es que el ejercicio continuado de este «arte diplomático» es uno de los responsables de que el mundo occidental se encuentre de nuevo frente al abismo, apenas setenta y cinco años después de la gran carnicería. Porque ya es larga la nómina de dictadores protegidos por el mundo rico que han ido apretando las tuercas del caos al que se enfrenta el planeta.

A unos se les asentó en el poder como parche contra el evidente fracaso de la democratización urgente llegada por la vía de la descolonización. A otros, porque convenía para seguir extrayendo la riqueza de unos Estados ficticiamente independientes. Y a otros por el recurso a otra manoseada táctica política, la del mal menor: es un dictador, tiene sojuzgado a su pueblo, pero es preferible mantenerlo a que gobiernen sus contendientes.

En cualquier caso, títeres o amigos incómodos de Occidente, todos han llenado una bolsa de injusticia y mendacidad que ha terminado por estallar en movimientos revolucionarios y rupturas políticas, que a su vez han dado lugar a regímenes demenciales empeñados en erradicar lo poco bueno que ha hecho el hombre político de los dos últimos siglos.

Los hijoputas caen, tarde o temprano, y nosotros entonces nos retiramos como niños que tras cometer una fechoría se van con la infantil esperanza de que nada se descubrirá, nada malo llegará, de que las cosas se resolverán por sí solas.

Un sueño vano porque, al despertar, descubrimos que no solo hemos malgastado una generación para asentar la democracia y los derechos humanos, sino que nos costará otras dos volver al punto de partida en que un régimen de libertades parecía posible.

Por añadidura, los nuevos gobernantes se alzan sobre el odio profundo a todo lo que representa la sociedad occidental, a la que culpan de sus males, frustraciones y fracasos. Con todo, nos hallamos ante un escenario de enfrentamiento bélico en el que aquellos que nos consideran sus enemigos están dispuestos a aniquilar nuestra civilización.

No se trata de ninguna distopía de esas que han estado tan de moda en la literatura. En los últimos quince años hemos podido conocer qué futuro nos aguarda si no reaccionamos.

De nuevo, pensamos ingenuamente que los atentados suicidas, las guerras civiles en países desestructurados, la revitalización de movimientos totalitarios, sean de índole civil o religiosa, o el éxodo de desesperados no son más que episodios de la última temporada de nuestra serie favorita, que seguimos arrebujados desde nuestro sofá.

Pero la pesadilla o el horror no se van a apagar con el mando a distancia o con el bloqueo de la pantalla. Ante ella, podemos optar por escondernos detrás de la última foto de Instagram de una celebridad de cuerpo obtuso o más bien, pensar qué podemos aportar como ciudadanos en la defensa sin complejos de la única experiencia de sociedad que ha traído algo de paz, convivencia y dignidad al género humano en toda su breve historia.

La diplomacia del hijoputa nos ha demostrado que no podemos dejar que sean exclusivamente nuestros mandatarios los que marquen la agenda de la política exterior de Occidente.

Pues una mañana nos encontraremos con que reclamarán a nuestros hijos de nuevo, para que vayan a morir al frente por una causa que ellos malbarataron de antemano.