La clave la daba hoy el filósofo Daniel Innerarity en una entrevista en El Español:

«La política está hecha de aspiraciones y renuncias. Los comunistas quieren nacionalizar la banca, pero si gobiernan, seguramente no puedan hacerlo. Si un nacionalista español logra alcanzar el Ejecutivo querría acabar con las autonomías, pero a la hora de la verdad, sería poco probable que lo hiciera. Esa tensión entre lo que uno desea y lo que las circunstancias le permiten es el ‘abc’ de la política. Lo malo sería que no hiciéramos esa distinción y pretendiéramos colmar nuestras máximas aspiraciones sin tener en cuenta la sociedad a la que gobernamos».

Llevamos ya muchas semanas de negociaciones y de cábalas, de análisis de urgencia sobre el próximo movimiento de los partidos hacia la posibilidad de formar gobierno. Los días pasan y el único horizonte luminoso es el de unas próximas elecciones.

Es quizá el desenlace menos positivo, pero no tan negativo como parece, siempre que sirva para que los políticos se convenzan de que la plaza pública española es plural y fragmentada, alejada ya del látigo de las mayorías.

Pero les cuesta entenderlo. Unos porque se niegan a renunciar al cómodo pasado perdido, como si creyeran que su empecinamiento va a hacer retroceder el tiempo y les devolverá un trono tan desgastado ya que no soporta un día más de absolutismo democrático.

Otros piensan que su revolución es el único camino, a pesar de que más del setenta por ciento de los ciudadanos no está por la supuesta belleza que defienden. Hay quien quiere recuperar la gloria perdida de otro modo, aunque la sociedad le haya dicho que aún les quedan algunas estaciones más de regeneración, por mucho que hayan renovado su imagen, pero solo su imagen.

Otras reglas políticas han llegado, y ellos parecen ser los últimos en entenderlo. Más allá de derechas e izquierdas, lo que se impone es la etapa de los gobiernos débiles, pero no tanto por su voluntad como la mayor participación de todos nosotros, los anónimos a quienes representan. Y todo, a  pesar de que se resisten a desplegar un verdadero reparto del poder, algo que la tecnología permite desde hace mucho tiempo.

Gobiernos débiles, gobiernos abiertos a escuchar y a cambiar y a corregir y a errar, obligados a dar cuenta de todo lo que hacen en cada momento, pues el voto ya no es patente de corso para asaltar a la sociedad como los piratas a un barco indefenso.

Los ciudadanos con nuestro voto de las últimas elecciones hemos confirmado la transformación y, sin embargo, ellos siguen guiándose solo por el cálculo parlamentario, para ver si los números obran el milagro y les evitan tener que reconocer que el tiempo de su forma de hacer política ha terminado. Da igual que sean de los antiguos o nuevos partidos, aunque resulta más decepcionante que los jóvenes se comporten como los viejos.

A ver si por fin comprenden que gobiernan para nosotros, con nosotros.